La tensión de “La fórmula de Drake”, libro de Isbel G
Miro la foto de Isbel G, en la solapa de su libro, y me parece salido de una novela de Conrad o de Stevenson. Un gorro calado hasta las orejas, tenazas de marino, ojos de alucinado y libro en mano. En la fotografía no se nota, pero adivino que la gente lo escucha, presienten el relato, coleccionan las palabras que caen al suelo como trozos de papel.
Abro el libro, calibro el índice, los créditos —Ediciones Deslinde acaba de premiarlo y ahora lo publica—, y doy con una frase de Tertuliano, el hombre de hierro del cristianismo antiguo, el Padre de la Iglesia que acabó siendo heresiarca por su demasiada severidad. Quien resuelva la frase entiende al hombre, y al libro: creo porque es absurdo.
Absurdos, paradojas, resbalones vitales y metafísicos encapsulados en la palabra es precisamente lo que venimos a leer en La fórmula de Drake. Isbel G los colecciona —y me hace recordar los papeles que Cervantes leía frenéticamente, recogiéndolos del suelo—, los agrupa en un volumen de existencias adoloridas y rotas, seres de isla que pueden habitar en cualquier lugar, puesto que el exilio es un estado del alma más que del cuerpo.
Escritura de fragmentos
La fórmula de Drake se organiza en dos partes. En la primera hay 23 relatos que, por su brevedad y tono, recuerdan a un diario. Un almanaque repetitivo y confidencial, donde el absurdo se vuelve casi la condición para que exista la vida, el habla y la rutina. La obsesión por decir algo nuevo, original, abre el libro y la muerte —el silencio— lo cierra.
Entonces un narrador anónimo comienza a desgranar singularidades: la posibilidad de vender la propia carne como mercancía; el esfuerzo de gastar el tiempo en una larga cola solo por el placer —o la angustia— de esperar por algo; la relación entre el servilismo y la inteligencia, el poder y la cobardía; la complicidad común ante el tirano, ante la estupidez, ante la “normalidad”. El hombre llega a la metamorfosis en estas piezas, de crudeza visceral: nos salen colas, escamas, proferimos galimatías, nos quedamos tuertos —como Polifemo— si con la ceguera logramos el efecto anestésico.
Isbel G siente predilección por un objeto fantástico que nos es familiar, aunque nunca lo hayamos visto: el Aleph. El infinito espacio en la limitación de un punto —según imaginó Borges—, que para Isbel puede ser un ojo o un pozo, o mejor, la nada. Solo la nada y el silencio pueden hacerse habitables, porque en ellos no existe la circularidad imbécil que, en una mesa redonda, lleva a afirmar —con minúsculas y sin comas— que estamos en crisis vamos a mejorar a partir de ahora.
En la tranquilidad de la nada, como en las historias de la segunda parte, se está en condiciones de dialogar con la muerte y el tiempo. Las balas de los tiranos, los asesinos, los injustos, los sin rostro, no vendrán a darnos en el cuerpo sino directamente en la Historia, cuya absolución no obtendrá ningún verdugo.
“Un cuento no es solo un cuento cuando se vuelve humano”, dice uno de los textos de Isbel G, “ese cuento, además de cuerpo, debe tener agilidad para moverse por esta habitación diminuta”. La tensión entre el hombre y el cuarto que quiere encarcelar al relato se resuelve, en estas breves y extraordinarias páginas, a favor de la palabra, que rompe todos los límites y escapa toda definición. Esa es la fórmula, no solo del libro, sino de todo el arte narrativo de Isbel G.
Una conversación en la levedad
Inquieto por el libro, por el personaje, por su escritura, le envío unas preguntas que guardo para los interrogatorios y las encrucijadas. Investigo qué objeto rescataría si la isla se hunde. Me dice que un encendedor, porque “al fuego le debemos gran parte de lo que somos”, pero imagino que, como yo, lo quiere para fumar.
—¿Y si en lugar de un encendedor —insisto—, te pidieran un libro?
—Entonces, La Odisea.
Luego habla de sus maestros, de Orwell, Kafka, Borges, Vallejo, Saramago, Faulkner, Vargas Llosa, Rimbaud, Bukovski. “Es que he bebido (o robado) de muchos”, admite. Como a mí me gusta Murakami, le recuerdo el célebre personaje de Tokio Blues que, al escuchar Norwegian Wood, de The Beatles, recuenta su vida en un aeropuerto de Hamburgo.
—¿Te ha pasado eso con alguna canción, o con alguna película?
—Sí —dice—, con El lado oscuro del corazón.
Isbel me confiesa que La fórmula de Drake no es su creación predilecta, su hijo pródigo, pero que el trabajo editorial de Deslinde, el cuidado del volumen, lo ha convertido de golpe en su favorito. “Es un trabajo muy profesional”.
—Dime algo de Cuba.
—Que va a emerger, más pronto de lo que creemos, y que seremos testigos del renacimiento de una nación hermosa y próspera. Lo dejo tranquilo para ponerme a leer La fórmula de Drake y escribir esta nota. No hay más que hojear las páginas, buscar este y otros textos de Isbel G, que ahora se aleja de esta inexistente conversación —rencoroso, culpable, lúcido como Tertuliano— con un aforismo suyo: “La literatura, como la vida, es una puta que se acuesta con nuestras ganas, pero nunca nos deja poseerla”.