Arte, burocracia, peregrinaje y violencia en Cuba
Como expresa el académico Mark Falcoff, aun sabiendo que la Revolución en sí misma está muerta, el Gobierno cubano y el peregrinaje político1 continúan enalteciendo su consecuente revolucionarismo: siguen viviendo en él y gracias a él. A este respecto, subraya Falcoff (2008): “the Cuban regime has benefited from the end of the Cold War, allowing irresponsible or politically ignorant people in wealthy countries to worship (or at least, vicariously admire) a version of Communism that poses no conceivable threat to their way of life”.
Estereotipar el revolucionarismo implica, para dichos Gobierno y peregrinaje, mantenerse en guardia por si aparecen representaciones que puedan empañar su pertinencia y eficacia: un estado de alerta ad infinitum que procura la violencia políticamente necesaria y anula la responsabilidad de quienes la ejecutan.
No me refiero meramente a linchamientos radicales, sino a circunstancias en las que la violencia física cede espacio a la no fatal: a la violencia de las presiones psicopedagógicas, a las correspondencias entre intimidación y reverencia, y a la fusión entre la pedagogía del mimetismo y la permisibilidad autoritaria, cuyos efectos, no porque resulten menos evidentes, dejan de generar daños irreversibles.
Hago referencia a la administración de la violencia divina, es decir, a la instrumentalización de las dependencias, reciprocidades y justificaciones entre la violencia revolucionaria y la violencia represiva, que durante sesenta años han instituido un mecanismo victimario que soporta a la sociedad cubana. Una violencia cuyo carácter estructural domina al Gobierno cubano de un modo implacable, en la misma dimensión que este se cree capacitado para dominarla.
“Del mismo modo que la imagen de la Revolución constituye una razón de Estado, la censura se ha emplazado como la condición sine qua non para su existencia”
Del mismo modo que la imagen de la Revolución constituye una razón de Estado, la censura se ha emplazado como la condición sine qua non para su existencia. Entiéndase que la naturaleza totalitaria de reclamar asiduamente a la sociedad una víctima que admita su culpabilidad y su invariable condena, persiste aún en Cuba como forma de afiliación. Reclamo que continúa siendo potenciado por los líderes y la burocracia política como una “forma revolucionaria” de unanimizar a todos en contra de alguien o de algo.
De esto que la tendencia a crear chivos expiatorios por el simple hecho de disentir, pensar con libertad o concebir espacios de autonomía, quiero decir, sin responder a la coerción burocrática, haya sido la lógica imperante de la política cultural cubana.
Para los cuadros políticos de la cultura, la censura es un mal menor cuyas buenas intenciones exaltan lo consabido: según Isabel, agente de la Seguridad del Estado que atiende al Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP), “el destino histórico de la Revolución”; para Jorge Fernández, cuadro en función de director del Museo Nacional de Bellas Artes, “el momento frágil que vive la Revolución”·2
Por ser clichés del alegato burocrático, estas frases traen a colación el estigma: esa marca ideológica con la que la burocracia política cultural no solo advierte la inferioridad de lo censurado, sino que, además, lo convierte en el peligro inmanente para tales destino y fragilidad.
El totalitarismo no se permite debates intelectuales que afecten su credo correccional; su burocracia cultural no digiere el libre pensamiento por vivir aferrada al fetichismo ideológico; el peregrinaje político no cesa de reproducir “lo cubano revolucionario”, un imaginario que, por ser parte identitaria de la imagen política de izquierda, todavía funciona como una coraza contra la imagen del mal.
En tanto coautores de dicho imaginario cubano revolucionario y bienhechores de la imagen política de izquierda, los peregrinos han prestado su incondicionalidad política, corrección moral, autoridad intelectual y conocimiento cubanista, para instituir un cúmulo de representaciones que, aunque no todas resultan censorias explícitamente, sí favorecen la censura burocrática al no condenarla como elemento fundamental de la violencia represiva ni llevarla a discusión como condicionante esencial de dicha política cultural.
“Immagini infamanti: una representación, atendiendo a David Freedberg, que pretende destruir la honra de lo censurado, normalizándolo como poco fiable, desleal o enemigo”
En ambos casos se trata de laimmagini infamanti: una representación, atendiendo a David Freedberg, que pretende destruir la honra de lo censurado, normalizándolo como poco fiable, desleal o enemigo. Una imagen que, aun cuando no precisa del sacrificio físico, determina la aniquilación de la reputación de un individuo, el vilipendio de las cualidades culturales de una obra de arte y la banalización de un evento o tema puesto en cuestión. La immagini infamanti arrastra un detalle crucial: si el creador de la misma es un similar al reprobado, es decir, un artista, un crítico, un académico u otro especialista de la comunidad cultural, “la degradación y la caída en desgracia implícitas en esta particular forma de castigo, se acentúan” (Freedberg, 1992: 289).
Hablo de una representación cuya topología constituye uno de los puntos cardinales de “lo cubano revolucionario”: se vuelve imprescindible para determinar y mitificar su gran relato.
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I. Sobre el relato peregrino
En su libro New Art of Cuba, el artista y pedagogo Luis Camnitzer coopera con la censura políticamente necesaria formulando un tipo de immagini infamanti centrada en la supresión.
Cito, antes de continuar, la reflexión de la artista e investigadora estadounidense Coco Fusco (2017: 97) respecto al desinterés de Luis Camnitzer sobre la obra de Juan-Sí González y el Grupo Ritual ART-DE:3
Aunque Camnitzer entrevistó a González como parte de su investigación, se basó fundamentalmente en reportes de segunda mano sobre la obra de González, pero no identificó sus fuentes.4 Su valoración de los performances callejeros de González es breve y algo contradictoria. Sin ofrecer ninguna descripción detallada de la obra de González, declara en el desarrollo de su texto que los profesionales del arte la consideraban falta de mérito artístico y que los no profesionales la encontraban ofensiva. Esta era la misma opinión expresada en la carta de los artistas utilizada como evidencia por un miembro del aparato del Partido y en el comentario de Soledad Cruz, la periodista de Juventud Rebelde y protegida de Carlos Aldana, el entonces jefe del Departamento de Orientación Revolucionaria del Partido Comunista de Cuba. Camnitzer relega el reconocimiento de que González haya recibido críticas favorables a una nota al pie de la página. Luego, en otra nota al pie, parece tratar de ablandar las implicaciones de la represión política, notando que mientras el artista fue censurado por sus performances en la calle, no se le impidió realizarlos en un museo. La impresión creada fue que González era un mal artista sin seguidores, más que un artista político que fue perseguido y marginalizado por la policía.
Pese a esto, ni en el postscript de 1991 ni en el de 1992, Luis Camnitzer (2003) toma en cuenta la censura y encarcelamiento del artista Ángel Delgado ni las respectivas represiones y encarcelamiento que padecen Juan-Sí González y sus colegas del Grupo Ritual ART-DE. Menos aún incluye en la contextualización de uno y otro postscripts el hostigamiento contra los intelectuales firmantes de la Carta de los Diez que tuvo lugar en 1991 (véase Díaz Martínez, 1996).5
Hago estas observaciones, porque entre ambos postscripts hay tres puntos que, si bien Camnitzer no los indica como conclusiones, se muestran meridianamente como tal.
En el primer punto, Camnitzer expresa que el socialismo no represivo es mejor conductor hacia el buen arte que el capitalismo no represivo, dando por sentada la influencia del arte y por extensión la de cualquier proceso intelectual, en la vida social y política cubanas. Seguidamente, Camnitzer reduce la censura en Cuba como “algo ambiguo”: un asunto que tratara con anterioridad en su texto de presentación para la exposición The Nearest Edge of The World (1990), describiendo la censura como una “continua polémica entre halcones y palomas sin victoria para ninguna de las partes”, y precisando que, pese a tan desafortunados episodios censorios, era un éxito de la Revolución que existieran en Cuba artistas que contribuyeran a mejorar el sistema con sus críticas (Camnitzer, 2006). Por último, tomo la referencia de Camnitzer a la emigración de más de medio centenar de artistas entre los años terminales de la década de 1980 y los iniciales de la siguiente, argumentando que no abandonaban el país por desacuerdos ideológicos, sino por dificultades económicas.
Confluyen en Luis Camnitzer los estereotipos que cimentan la representación de peregrinaje político: la predisposición del intelectual de izquierda para viajar a espacios utópicos sobre los que instituir sus afinidades ideológicas, posturas políticas y juicios morales; la aversión hacia su contexto originario, el capitalismo, y la confianza acrítica hacia las circunstancias que “descubre”, el socialismo; y la tendencia a velar por que no surjan dicotomías en el imaginario del bien, o dicho de otra manera, la anteposición de su fe política al compromiso humanitario.
Luis Camnitzer inicia sus viajes a Cuba para participar en el Primer Encuentro de Intelectuales Latinoamericanos en 1981, y decide escribir su libro después de ser invitado al IV Congreso de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en 1988, debido a la insistencia de Sandra Levison. El espíritu hierofánico del credo expresado por Sandra Levinson y Carol Brightman en su libro de peregrinaje Venceremos Brigade: We had arrived: revolutionary Cuba, a dream in progress in the Western hemisphere (Levinson y Brightman, 1971: 75), atraviesa el trabajo de campo de Camnitzer.
Únicamente el crítico cultural Kevin Power, desde el correlato del arte cubano, llama la atención sobre este asunto:
Luis Camnitzer’s 1994 book New Art of Cuba provides us with a useful, although perhaps excessively apologetic text, wherein Cuban art is seen through the eyes of a leftist who does not wish to abandon a system of belief and where postmodernism is represented as a form of neocolonialism, as the exporting of an American style. (…) Camnitzer sees Cuban eighties artists as imbued with the romantic mystique of revolution, producing an “art concerned with greater problems of an ideal society and with the need to provide a visual articulation of it”. To such of view postmodernism would evidently be anathema. He goes on to claim that these artists don’t share the skepticism about progress that exists in the West and that they still have the thrust of the modernist project alive with them. This seems to me pure wish fulthinking.
(Power, 1999)
Las apologías de New Art of Cuba están matrimoniadas con las del libro The Cuban Image (1985) de Michael Chanan. De la misma manera que The Cuban Image se erige como historia fundacional de la producción cinematográfica institucional, New Art of Cuba lo hace para las artes visuales; ambas representaciones se instituyen a través de la voz autorizada y portadora de confianza del peregrino político; las dos transnacionalizan una imagen que se autentifica con las demandas de la cultura de la imagen política de izquierda.
El peregrinaje político genera una episteme en la medida en que las élites intelectuales, al compartir ciertos tipos de saberes y apegos políticos e ideológicos —los cuales presentan como modelos de una experiencia colectiva—, configuran un tipo de conocimiento cuya sistematización expone la realidad de acuerdo con los intereses que se consideran urgentes y trascendentales con relación al contexto.
Al suprimir de la historia del arte cubano la discusión sobre la censura, siendo esta una condicionante esencial de la política cultural, Camnitzer silencia el disentir…
Vale resaltar entonces que no porque se consideren representaciones referenciales de la historia del arte y la cultura cubanas, The Cuban Image y New Art of Cuba resuelven las aporías vinculadas al carácter mnemónico del relato peregrino. Dicha “referencialidad” no puede enmascarar la responsabilidad peregrina de Luis Camnitzer por iniciar el camino a través del cual el análisis de la censura deja de ser significativo: se convierte en anatema.
Sucede similar con Michael Chanan, quien al exponer la iniciática censura del documental P.M. en 1961, más que profundizar en cuestiones básicas como la libertad de expresión, la violencia política implementada contra los directores Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, o el carácter autoritario que adopta la política cultural a partir de dicha censura, normaliza la misma y califica dicho documental de emotional blackmail.
Al suprimir de la historia del arte cubano la discusión sobre la censura, siendo esta una condicionante esencial de la política cultural, Camnitzer silencia el disentir; al repetir que la censura es un desafortunado episodio de carácter ambiguo, Camnitzer satisface una educación política que se explaya más allá del contexto nacional y se dirige a la comunidad imaginaria de izquierda.
Chanan y Camnitzer encarnan una actitud y una opinión desde, para y por una comunidad imaginaria determinada, muestran su inconsistencia respecto a no velar por la democracia y reproducir la ortodoxia antes que encarársele. Un acto constitutivo —parafraseando a Edward Said— de las estratagemas mezquinas del intelectual, cuando reconoce determinadas libertades en unos contextos y las pontifica arbitrariamente en otros.
Los índices de contenidos cristalizan un conocimiento a partir del cual se determina lo pensable y clasifica lo decible. De esto que la censura también se vea relegada como anatema en publicaciones peregrinas como To and from Utopia in the New Cuban Art (2011), de Rachel Weiss, y Planet / Cuba. Art, Culture and the Future ofthe Island (2015), de Rachel Price.
Estas “representaciones de reencuentro” suelen convertir lo representado en tropus: transforman la Revolución en la construcción imaginada de la Revolución.
Producidas por el intelectual peregrino durante y después de su estancia en Cuba, las “representaciones de reencuentro” no solo se prestan a mitificar la isla como un lugar/acontecimiento sagrado, también condicionan a peregrinos venideros a distinguir el mismo como un espacio/tiempo privilegiado, a través del cual reencontrarse y reinterpretarse como parte de una comunidad políticamente culta e ideológicamente concienciada.
“La representación produce representación; sin esta no habría peregrinaje y viceversa; en ello reside el sentido epigonal de la identidad peregrina”
La representación produce representación; sin esta no habría peregrinaje y viceversa; en ello reside el sentido epigonal de la identidad peregrina. Por eso, de la misma manera que la representación de Sandra Levinson y Carol Brightman condiciona la de Luis Camnitzer, la de este media con igual trascendencia en la de Rachel Weiss, incluso literalmente, al compartir ambos el epílogo en la reedición de New Art of Cuba en 2003.
Pese a que el espíritu de incondicionalidad política e identidad ideológica de la representación peregrina de Levinson y Brightman muta hacia un carácter culturalista en la de Camnitzer por estar enfocada en las artes visuales —sentido que se mantiene en la representación de Weiss—, las tres producciones entrañan viajar a la meca del revolucionarismo. Un viaje que se torna imperativo, que no disimula la predisposición para encontrarse con la utopía nunca vivida y elaborar representaciones de sus representaciones, o sea, para reproducir un modo de ansiar la militancia obviando determinadas reflexiones sobre las condiciones contextuales.
Se trata pues de una experiencia de pauta culminante común a los intelectuales peregrinos, sean activistas como Levinson, artistas como Camnitzer o académicos como Weiss. Una experiencia que no los inspira solamente a crear sus “representaciones de reencuentro”, sino, además, a mostrar al peregrinaje futuro —pienso en la académica Rachel Price— cómo alcanzar tal identidad mediante la función narrativa de las mismas.
A diferencia de Luis Camnitzer, Rachel Weiss publica en su libro dos imágenes capitales: la primera, resultado de la iconoclasia política, es la documentación de una acción en el parque 23 y G (El Vedado) del artista Juan-Sí González, quien se empaquetó hasta la asfixia para protestar por la censura y destrucción de las obras del Grupo Ritual ART-DE durante otra intervención callejera anterior. La segunda, vista por unos pocos en secreto durante años debido a su estigma de imagen ofensiva, es la documentación del performance de Ángel Delgado defecando sobre un ejemplar del periódico Granma (órgano oficial del Partido Comunista de Cuba) en la inauguración de la exposición colectiva El objeto esculturado (1990), en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales (La Habana).
Si a la altura de 1994 Ángel Delgado era para Luis Camnitzer un simple visitor que defecaba en una de las salas de dicha exposición, Rachel Weiss, en el año 2011, le pone nombre, aclara que es un artista que en el momento de dicha acción estudiaba en el Instituto Superior de Arte de La Habana, reconoce la misma como performance y publica su documentación.
No obstante, Weiss sustituye el eufemismo con el que Luis Camnitzer enmarca la censura como “algo ambiguo”, por otro referido a la condena a prisión de Ángel Delgado como “un golpe visceral” para la comunidad artística. Y, al igual que Camnitzer, Weiss alude al cese y expulsión de la directora de dicho centro de arte, Beatriz Aulet, por permitir el performance de Delgado, antes que subrayar la autonomía del artista para arrebatar a la burocracia cultural y al Gobierno que representan, e incluso al resto de los artistas participantes en la exposición, sus derechos cívicos y artísticos.
Publicado originalmente por Ediciones Deslinde. (Puedes adquirir el libro dando clic en este enlace). A continuación, en video, unboxing del libro “La immagini infamanti”, de Henry Eric Hernández:
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