Prólogo | “La expresión poética de Rodrigo Pesántez Rodas”, en su libro “Antología poética”
En el acontecer de la poesía nacional contemporánea y, apartir de la generación del sesenta, la escritura de Rodrigo Pesántez Rodas resulta imprescindible. Su universo literario tiene, por cierto, otros distantes linderos: catedrático universitario, conferenciante y promocionador de nuestros valores literarios a nivel internacional, antologador y, sobre todo, un investigador apasionado.
Para diseñar el perfil real de nuestro escritor habría, por lo mismo, que otear por esos lados de su personalidad. Es de mi gusto, verbi gratia, el respaldo de una envidiable documentación única y trascendente; la reflexión macerada y erudita en torno a las muestras antológicas; el mapa orientador de las letras del terruño y el estilo feliz como auténtico, tan ameno como vigoroso. Siete poetas del Ecuador, Poesía de un tiempo, Modernismo y postmodernismo en la poesía ecuatoriana, Del vanguardismo hasta el 50 y Visión y revisión de la literatura ecuatoriana son, por citar, textos de obligada consulta académica y universitaria. «Detrás de los maestros Isaac J. Barrera y Augusto Arias, por la edad —dice Willis Knapp, profesor de la Universidad de Oxford— pero con la misma seriedad y solidez intelectual, está Rodrigo Pesántez Rodas como escritor y crítico contemporáneo del Ecuador». (Revista Hispania, septiembre de 1976).
Y está, por supuesto, su expresión poética.
Se dieron circunstancias afortunadas que explican su calidad: una sensibilidad a flor de piel, una erudición superior con respuestas en campos históricos y artísticos, un diestro manejo de las leyes del idioma, el hallazgo de recursos invalorables y un contacto llameante con la realidad del hombre atormentado de angustia universal.
Hay en su escritura dos rizomas que explican la bimembración temática y estructural; de una parte, el humor, orillando la ironía, con todas sus condiciones técnicas y sus hallazgos; de otra, el manantial lírico que concibe el poema como el verbo musical por excelencia.
Y en estos dos litorales fluye el verso del poeta que hoy publica la matriz de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
El humor en la escritura de Rodrigo Pesántez Rodas
El arte nacional tiene los ojos de la melancolía, la voz de la denuncia y los puños crispados de la ira. Esta hierática postura asoma, por igual, en la música doliente, en la escultura enloquecida y en el mural ensangrentado.
Acaso la poesía, por su índole especial, recoja estos caracteres con mayor hondura.
Tras el llanto inconsolable de los Decapitados, llegará la palabra enamorada de Egas y las bucólicas de Romero y Cordero, al borde mismo del ocaso. En el ápice del postmodernismo están Carrera Andrade, todo luz y optimismo; y el ducal Escudero con su gramática de frac y chistera.
Mas, a partir de César Dávila Andrade, se tornará a la voz crepuscular del desconsuelo.
Como señala Jorge Enrique Adoum, a la Patria «solo se le perdona el paisaje». Lo demás resultó una mascarada de politiqueros corruptos, de injusticias flagrantes y de conflictos sociales y económicos de la peor ralea. De nada sirvió amontonar en la calle cadáveres de niños y querubines. Eran poco la huelga y el paro y el grito y las lágrimas. El circo volvía a parir raterillos de partidos en fracaso, hechos a la rapiña y a la traición.
Frente a lo que parecía una tragedia irremediable, no quedaba sino evadir la realidad. Entre las mil caras del escape está, precisamente, la risa irónica. Paradójicamente, era esta otra manera de encarnar el dolor. «Otra manera de manifestarse el síntoma», como suelen decir los psiquiatras. Ya no era el llamar a gritos a la muerte o al soñar en el príncipe azul. Se necesitaba el rostro del payaso con más risas que palabras. Esto ocurrió con los maestros del Relato Mayor. Allí están los Palacio y los Icaza, los De la Cuadra y los Rodríguez, con todo lo carilargos, capaces de hacer reír a mandíbula batiente. Y en el poema, entre un puñado selecto, limitadísimo, Rodrigo Pesántez Rodas.
Es curioso advertir que «el chiste utiliza todos los medios de que la poesía se vale en todos los procedimientos específicos que sirven a la lírica: metáfora, reiteración, contraste, encabalgamiento, paradoja, etc.» (Carlos Bousoño). De ser así, valdría la pena preguntarnos: ¿Qué es lo que, en un caso, nos lleva a la emoción estética y, en otro, nos provoca risa? Y aunque la risa es una manifestación espontánea del humor y se da, por igual, en un jardín de niños o en una academia, resultó una preocupación filosófica de complicada explicación. Se ha gastado, sin convencer, mucho papel en contestar una pregunta de Perogrullo: ¿Por qué reímos cuando reímos?
Respaldándonos en el Ensayo La Rife de Bergson, Bousoño trae esta curiosa explicación: «la risa adviene al contemplar lo mecánico o lo rígido inserto en lo vivo». Chiste, humor, poesía, contienen, pues, elementos afines. «Lo contrario de poesía, dice el tratadista citado, no es la prosa: el chiste. La diferencia está en el efecto. Mientras en la poesía asentimos el mensaje, en el chiste apenas lo toleramos porque el error sobre el que se asienta es, para nosotros, claramente visible».
Pero, ¡atención!, manejar el humor es caminar sobre una cuerda floja. El menor desliz puede arrastrar un texto a la vulgaridad. Sarcasmo, sátira, ironía, chanza o fisga deben ser manejados con sutileza, con altura, chispa y pundonor. Y esta es la razón del estilo triunfal en Rodrigo Pesántez Rodas.
Entre los logradísimos ejemplos que trae su antología, hay uno que por el juego de recursos de estilo es ideal muestra de laboratorio. He aquí el texto:
Indisciplina
Con este mismo cráneo
que se viste de pelos.
Con este mismo que usa
y se desusa
sentado en mi pescuezo.
Con este que soñó
en tener violines
y solo consiguió
un divorcio en Quito.
Con este que se para,
grita
y puja,
con este mismo —digo—
habrán de verme
en el juicio final
muerto de risa.
En una demostración de sólida madurez, logra el poeta la comicidad, tomándose del pelo sin el menor rubor. Ingenuidad, límpida tesitura y en el fondo un cierto dejo de amargas sensaciones. Por la escalinata de los versos, se oyen rodar estrepitosas sílabas guturales y rotas que parecen reír a carcajadas.
La orfebrería del verbo musical por excelencia
Rodrigo es, así mismo, un poeta de finísimo talento creador. Tesitura dimensional. Gramática donde caben la melodía, la hondura filosófica, el desgarramiento existencial y el lance del hallazgo. Se comprende, entonces, por qué gana el Concurso Nacional Ismael Pérez Pazmiño del diario El Universo, de Guayaquil en 1962 con el poema «Denario del amor sin retorno» logrado en diez sonetos de factura magistral; y por qué en el número 56 de la Colección Rosa Náutica de la Casa Maya de la Poesía de Campeche, México, se publican los 15 sonetos de Las viñas de Orfeo.
La antología que hoy se difunde no registra otra combinación métrica clásica. En la pluma del poeta, el soneto es el verbo musical por excelencia.
Apología del SONETO
Fueron los trovadores sicilianos de la Edad Media sus probables creadores. Pero es en la Italia renacentista de Petrarca en donde alcanza su arquitectura definitiva. A él se debe la renovación de buena parte de sus recursos sincrónicos, su diseño estructural y la paridad de la rima. Así fue adoptado por todos los idiomas del mundo con resultados artísticos sorprendentes. Ronsard en Francia, Shakespeare en Inglaterra, el Marqués de Santillana, Garcilaso, Góngora, Lope, Quevedo y Cervantes en la Edad Áurea Española y desde el Modernismo del «Príncipe Rubén» en todos los Movimientos Literarios Contemporáneos.
El gran enigma
Cuando el aficionado se entera de los requerimientos preceptivos del soneto no puede menos que dibujar una burlona sonrisa al enterarse de que en él se habrían probado los grandes poetas de la humanidad.
Pero… ¿dónde está —se pregunta— «la hechura del diablo», como se lo definió alguna vez? Tan simpático jueguito de salón, tan ingeniosa impostura, esa «trampa de la inteligencia» cuando más, podría tomarse como una habilidad de burda artesanía pero de ningún modo como «la prueba de fuego» del auténtico bardo. Y, sin embargo, ¡esa es la verdad!
Debajo del diseño musical de los cuartetos y tercetos con todo el ropaje de cadencia, acento y rima, está el embrujo de una partida de ajedrez en la que se pone en juego la magia de la creación.
El soneto en Rodrigo Pesántez Rodas
Una selección de sonetos obliga a un estudio de extrema austeridad. Sin controversia estamos a la espera del mejor prospecto que, acaso, nunca se escribirá.
Contados críticos de lo más granado como Jorge Enrique Adoum, Hernán Rodríguez Castelo y el mismo Rodrigo Pesantez Rodas han logrado, en nuestro medio, muestrarios de excelente gusto. En el repertorio lírico del país será difícil encontrar más de cincuenta piezas de auténtico valor.
Rodrigo Pesantez está poseído del tormento de crear sonetos. Y los cosechó de gran factura. Cuando leemos sus versos tenemos la sensación de ingresar a un espacio de magias musicales. Donde quiera violines y trompetas, bandurrias y sonajas. Entre gobelinos y tapices de gusto sutil, la danza ritual en salones palaciegos.
¡Y hay que embriagarse de melancolía!
En su accionar poético, la gramática funciona de otro modo, en una dimensión de correlaciones insospechadas. La intuición preludia el razonamiento de tal manera que basta la sugerencia para captar el mensaje. ¡Con lógica trivial, la de engañar y presumir, será imposible entender el botón que se entreabre cuajado de misterio!
De su envidiable producción, para la inmersión, tomaré, al acaso, una cantiga:
La zarza ardiente
En cual constante sangre movediza,
verter pudiera más que a otra ninguna,
si de mirarte se embriagó la luna
y ardiente el fuego declinó en ceniza.
En cual recodo, si ávida, indecisa,
no amar quisiste mi candela alguna
y al cervatillo de fugaz fortuna
le atropellaste con la luz sumisa.
En dónde, en qué y en quién mi desvarío
se desnudó y al enzarzarse el mío
al tuyo cuerpo en el tropel ardiente.
Nada fue en vano si a los leños dimos
la brasa que en el beso consumimos
por el beso en la brasa de tu frente.
Texto de cepa gongorista. Pleno barroco en el siglo XXI. Y, como afirma el escritor mexicano Brígido Redondo en el prólogo de Viñas de Orfeo: «en la vigilia iluminada, el poeta trasladará el nuevo vino fugazmente probado, al odre antiguo de sus sonetos inmortales…».
Canturriando en el laberíntico lenguaje del siglo xvii, crea otra realidad más sugestiva y bella sobre la tosca realidad. Dentro de «la poesía pura» de los movimientos poéticos contemporáneos que motivaron el ensayo La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, allá por 1925, Rodrigo vuelve a instrumentar la sintaxis del Polifemo y soledades que concede al poema una aristocracia palaciega y una refinada atmósfera irreal, icono del cervatillo amoroso, las hipérboles y las metáforas, en una suerte de exaltación de la sugerencia mientras persigue las huellas «del arte por el arte».
Es la fantasía que crea sensaciones bellas en un lenguaje de sinestesias auditivas y visuales. La biografía del amor en la imagen del fuego cuando nace temblando en el embrujo de la luz primera, cuando vive el apogeo de la llamarada crepitante y cuando agoniza en las ascuas del beso, para terminar con este clímax en sinestesias auditivas: Nada fue en vano si a los leños dimos / la brasa que en el beso consumimos / por el beso en la brasa de tu frente.
¡Cómo rechinan las lenguas de fuego en el terceto que se deshace en la pavesa de la aliteración y en el retruécano juguetón del dístico final!
He aquí un excelente juglar de los que se dejan entender y sentir. Pulquérrimo escritor. Jurado enemigo de las mediocridades. En sus ensayos de crítica literaria denuncia, sin ambages, a los impostores que creen sorprender con textos escolares de repulsivo gusto.
Y en su verbo lírico auténtico, nada de islas herméticas y vaporosas. Experiencia que se comparte generosa lejos de la «divina selección» de Juan Ramón Jiménez.
Prólogo al libro Antología poética (Ediciones Deslinde,
Madrid, 2022), del escritor ecuatoriano
Rodrigo Pesántez Rodas, por Manuel Zabala Ruiz
(Riobamba, Uruguay, 1928. Poeta y catedrático universitario.)
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