Transgrediendo los límites. Entrevista a Chely Lima (I)
Wikipedia se ha convertido en ese lugar al que muchos vamos a despejar dudas o corroborar certezas, estadísticas, sospechas, descubrir nuevos aspectos de la vida de famosos y famosillos, lugares exóticos o aldeas perdidas. Buceando en la versión portátil de 2013, encontramos la entrada “Chely Lima” en la que se nos habla de una “polifacética escritora cubana”. Pero, si accedemos a una versión más reciente de la enciclopedia corporativa, descubrimos que “Chely Lima” ha pasado a ser un “escritor queer norteamericano de origen cubano que fuera inscrito a su nacimiento como Graciella Lima Álvarez”, o sea, un hombre que al nacer recibió un nombre de mujer.
En fin, que este cambio para nada insignificante incita a leer completa la entrada de la enciclopedia, y buscar los elementos necesarios para comprender cómo, quien era una presencia común en antologías de cuento y poesía femenina en Cuba, se convierte en transgénero, esa palabra que nuestra sociedad (tan amante de etiquetas) aplica ahora a Chely Lima.
¿Cómo se siente Chely ante este afán clasificador, cuál fue el proceso que la condujo a “salir del clóset” y hacer pública una identidad de género diferente a la que su sexo biológico presuponía y cómo se refleja en su literatura, cuáles han sido, son y serán sus filias y fobias, triunfos y obstáculos, sus referentes y motivaciones al enfrentar el texto literario, qué representó en su vida personal y como creador su larga relación con Alberto Serret? Son tantas las preguntas que vienen a mi mente que, al tener la grandísima oportunidad de conversar con Chely, se me ocurre seccionar esta entrevista a modo de combate boxístico de la vieja escuela (a tres rounds), o de parranda del centro de la isla, con sus tres entradas de fuegos artificiales, conga arrolladora y banderas de barrio moviéndose por sobre la muchedumbre.
En el primer round, comenzaremos centrándonos en los años ochenta, una década en la que Chely Lima hace su debut en el panorama de las letras cubanas ganando premios, publicando libros, escribiendo guiones, demostrando un talento versátil rara vez visto. Un libro publicado en estos años, un atrevido poemario repleto de fragmentos autobiográficos que vio la luz (la frase no es mero cliché) en 1988, nos servirá de guía y referente para que el entonces joven Chely Lima nos cuente cómo se llega a estar Terriblemente iluminados.
Siento curiosidad por saber el sitio exacto de tu nacimiento, pues en la contraportada del libro Espacio abierto que escribieron a cuatro manos Alberto Serret y tú, se afirma que fue en Güira de Melena, mientras en Terriblemente iluminados, mención del Premio UNEAC 1985 y publicado por Ediciones Unión en 1988, se asevera que naciste en La Habana. ¿A qué se debe esta discrepancia?
En realidad, nací en una clínica de La Habana; pero, me inscribieron en Ariguanabo, en el municipio Güira de Melena, donde mi padre construyó la casa familiar y trabajó durante años como médico.
En Terriblemente iluminados dedicas varios poemas a tu madre (Mañí) y a tu padre, el doctor Lima. ¿Qué papel jugaron en tu inclinación por el mundo de las letras? ¿Qué recuerdas de tu infancia, más allá de las lecturas sobre la sábana blanca que cubría la cama de tu madre de la que hablas en el poema “Carta abierta a mi madre”?
En casa de mi familia se leía a toda hora. Mi padre era un apasionado de la literatura y el arte, fue él quien me inoculó la fascinación por los libros, la música, la pintura, el teatro, la fotografía, el cine, los museos… Mi madre no tenía tanta cultura, por más que era buena lectora.
Mi padre fue especialista en vías respiratorias, pero la psicología y la psiquiatría lo atraían poderosamente. En su biblioteca, al lado de los volúmenes de literatura universal encontrabas libros de Freud, de Jung, de Adler y Fromm, de Reich incluso. Acabé leyéndomelos todos, el estudio de esas materias se convirtió en uno de mis mayores intereses, y no solo influyó en mi literatura, sino que posteriormente me serviría para diseñar talleres de creación de personajes. Con los años seguí profundizando en nociones que se originaron en escuelas posteriores, pero el impulso primordial partió de aquellos primeros títulos.
Nací de padres en la edad madura, cuyos otros vástagos pronto se encontraron lejos, estudiando en sus respectivas becas, y solo venían a casa algún fin de semana. El hermano mayor, hijo de mi madre, sacaba tiempo de donde no había para atenderme; los hermanos del medio, hijos de mi padre que habían crecido con la abuela paterna, se desentendieron de mí. Yo era un chiquito solitario y lleno de conflictos, con secretos que no tenía a quién confiarle, así que me refugié en lo que estaba a mano, que eran libros principalmente —por más que también veía mucha televisión. Y el mundo impreso acabó pareciéndome más legítimo que el que me rodeaba. Podría decir que aprendí a enmascararme y sobrevivir a partir de los libros.
Por supuesto, llegó un momento en el que los mundos que los libros describían no me bastaron. Cuando eres niño buscas héroes en quienes te puedas reflejar, patrones de conducta a seguir… Y yo no me encontraba en ninguna parte. No conseguía identificarme con las heroínas; en cambio, los héroes con los que sí me identificaba tenían cuerpo de varón. En mi inocencia, pensé que era un caso único, una especie de monstruo, lo que por una parte me resultaba maravilloso, pero por la otra era francamente desolador, porque parecía anunciar que siempre iba ser incomprendido y a estar solo.
Otra cuestión que me traía de cabeza era que en las novelas que leía los hombres se enamoraban de mujeres, y no de otros hombres, como me pasaba a mí.
De pronto me hice consciente de que nadie me iba a dar lo que verdaderamente necesitaba, es decir, un mundo a mi medida. Fue esa carencia la que me hizo escritor. Empecé a escribir mis propias historias como una manera de crear mundos en los que mi “rareza” tuviera cabida, en los que fuera normal ser como yo. Mis primeros cuentos e intentos de novela datan de los ocho o nueve años, eran fantasiosos, violentos e increíblemente eróticos, y me esmeré en mantenerlos ocultos a los ojos de los adultos, creo que los compartí apenas con algún que otro amigo de mi edad.
Hice hasta cuarto grado de Primaria en una escuela que quedaba en Centro Habana, cerca de Galiano y San Rafael. La verdad es que odiaba ir a clases. Soy una criatura nocturna, y levantarme temprano en la mañana era un sacrificio demasiado grande, sobre todo tomando en cuenta que a la hora en que me mandaban a dormir era justo cuando me sentía más vivo y enérgico. Tenía problemas para entender las matemáticas y el resto me parecía bastante aburrido, pero mis notas eran relativamente buenas, así que nadie se dio por enterado. Era callado y hermético, no hacía amigos con facilidad y padecía de tics; me hicieron bullying hasta Secundaria Básica, que fue la época en la que me sentí capaz de pelearme a los golpes con más de un agresor en los baños de la escuela al campo.
Mi madre estaba empeñada en hacer de mí alguien con un gran futuro —o eso supongo—, así que me mandó a tomar clases de ballet, inglés, piano y mecanografía. Lamento tener que reconocer que no sirvieron de mucho: el ballet me sentaba como un tiro, no tenía facilidad para tocar ningún instrumento musical, me negué a interiorizar el inglés por pura rebeldía, y seguí escribiendo a máquina con los índices hasta que fui adulto.
Lo único que yo quería era que me dejaran en paz para leer, ver películas e improvisar obras de teatro con mis animales de peluche. Le tenía ojeriza a las muñecas, las que vinieron a dar a mis manos acabaron muy mal; en cambio, atesoré un par de viejos autitos de metal y una carriola que heredé de alguien, un medio hermano tal vez, y fui armando mi propia biblioteca con clásicos que me compraba mi padre: las obras completas de Verne, algo del viejo Dumas, Gulliver, Robinson Crusoe, Las mil y una noches, La cabaña del Tío Tom, El último mohicano, Ivanhoe, Peter Pan, y un libro que se convirtió en obsesión y al que recién le dediqué una novela: La expedición de la Kon-Tiki.
Leía y releía los títulos que me gustaban, pero era un lector tan voraz que inevitablemente me fui antes de tiempo a curiosear en los libros de los adultos. A los diez años ya estaba prendido de autores como Dostoievski, Víctor Hugo y Stendhal. Mi padre empezó a sentirse preocupado al respecto, hizo una requisa de todos los títulos que le parecieron peligrosos para la psiquis de un niño, y los guardó en lo más alto de un closet. No contaba con que yo era un experto en descubrir escondites: acabé localizándolos. Feliz, me los leí uno a uno, y tuve acceso a libros tan fascinantes como La venus de las pieles, el Kama Sutra, el Decamerón, textos de Sartre, Poe, Sade y Anaïs Nin en una época en la que por lo común uno no va más allá de Salgari. No era capaz de entender buena parte de lo que leía, pero de algún modo iba absorbiendo elementos de culturas y épocas y formas de pensar que tejían a mi alrededor una especie de muro de contención para las limitaciones del mundo real.
La música me hizo suyo también en algún momento. Teníamos en la sala de casa un tocadiscos que aprendí a manejar, y me sentaba durante horas, solo, a escuchar música clásica y popular de la colección de discos de vinilo de mis padres. Oí tantas veces El lago de los cisnes que prácticamente me sé todos sus pasajes de memoria.
Mi padre estaba encantado con mi avidez por cuanto tuviera que ver con la cultura. Me llevaba mucho al cine, frecuentábamos el Museo de Bellas Artes, veíamos guiñol, ballet y danza contemporánea. No sé si esperaba de mí que fuera médico como él y mis tres medios hermanos, o farmacéutico como habían sido el abuelo y uno de mis tíos; en todo caso, cuando empecé a publicar se mostró muy complacido.
Pese a lo que pueda parecer, yo no tenía mucha comunicación con mis familiares —menos aún con mis maestros—, para mí los adultos fueron siempre elementos peligrosos que podían castigarte o prohibir aquello que amabas. Mi madre tenía un carácter difícil que nos alejaba al uno del otro, y al mismo tiempo era sobreprotectora; mi padre era ateo y se sentía profundamente comprometido con los avances de la ciencia, pero mi madre había crecido en un medio católico y tradicionalista, lo que no la convertía en una persona comprensiva con mis peculiaridades.
Los años de mi infancia y adolescencia tampoco fueron un modelo de libertad de pensamiento, los adultos que me rodeaban siempre andaban temerosos de que alguien los pudiera mirar mal o denunciar por la cosa más simple. Yo percibía esa presión, que se traducía a veces en conversaciones, en susurros, sobre todo si el tema era la política. Tengo fresca en la memoria los gritos de una muchedumbre que aullaba pidiendo “¡Paredón!” para no sé quién, el pánico que mi madre trataba de ocultar mientras caminábamos por una calle de La Habana y su mano crispada apretando la mía. También recuerdo, años más tarde, el terror que desató las recogidas que hacían para enviar gente a la UMAP, y en especial los comentarios acerca de la hija de unos vecinos a la que acusaron de prostituta porque no quiso acostarse con alguien que tenía un cargo en la policía. De esas y otras experiencias que se iban sucediendo dentro y fuera de los límites de mi familia, acabé por deducir que el mundo era una especie de campo minado, en el que un detalle aparentemente insignificante podía llegar a costarte muy caro.
Estaba además el asunto de la apariencia, fuente permanente de angustia para el niño que fui. Cualquier persona trans te dirá que nada hay tan humillante como mirarte en el espejo a los siete u ocho años, y verte embutido en un disfraz que no tiene que ver con la imagen de ti mismo que guardas en la cabeza. No es agradable circular por el mundo sabiéndote travestido, en especial si no quieres que te travistan. Mi madre hacía hasta lo imposible por vestirme lo mejor posible, incluso cuando se volvió tan difícil conseguir ropa y calzado, y no entendía mi reticencia frente a las falditas, los lazos y los bucles con los que me engalanaba. Hasta los ocho años no hubo un día en el que yo no rogara que me permitieran llevar short o pantalones. Después me resigné. Y a estas alturas no puedo más que suponer el daño que ha de provocar en la psiquis de un niño o una niña trans sentirse todo el tiempo ridículo, inadecuado, con su verdadero yo oculto detrás de lo que sus padres insisten en imponerle, convencidos de que es lo correcto, lo mejor, que así es como debe ser.
La contraportada del libro te define como universalmente habanera.1¿Qué representaba por aquellos años para ti esa ciudad a la que también dedicas varios poemas, especialmente a la Habana Vieja?
Soy un habanero que pasó los primeros años de vida entre la Víbora y Centro Habana. Mis padres eran todo lo nómadas que les permitían sus ocupaciones y su bolsillo, o al menos lo fueron hasta que los problemas de vivienda del país les obligaron a residir en un solo sitio. Yo, por lo visto, heredé el gen, y me vino bien porque a lo largo de los años he tenido tantas mudanzas de barrio, ciudad o país que ya he perdido la cuenta.
Por más que la casa familiar estaba en Ariguanabo, viví allí muy poco tiempo, en la época en la que asistía al final de Primaria y a Secundaria Básica; luego me bequé en Miramar para estudiar japonés en el Instituto de Idiomas Máximo Gorki. Con el tiempo y las relaciones de pareja me moví entre varios barrios habaneros. Así pues, La Habana es mi ciudad fundacional.
Y soy citadino sin remedio. Mis recuerdos más remotos tienen de fondo el sonido del tráfico y las voces de la gente que habla, grita y se ríe allá abajo, en la calle, mezclados con la música de los Paraguas del Capitolio. El rumbo de mi paraíso personal pasa por cines magníficos que a estas alturas ya se han caído a pedazos, árboles del Parque Central, vitrales medio destrozados y pasillos húmedos, oscuros, donde cada portazo resuena doblemente por la acción del eco. No puedo hablar de amor a La Habana porque es más que eso, sería como hablar de amor a mis huesos o mi sangre: está ahí desde siempre, desde que recuerdo, forma parte de mí.
En cuanto a la Habana Vieja, en ella radica la esencia primigenia de la ciudad, es lógico que haya encontrado sitio en un momento de mi poesía.
El personaje del adolescente (principalmente los del sexo masculino) es recurrente en varios textos de este poemario, algunos de ellos tal vez marcados por la nostalgia. ¿Cómo viviste esa etapa de tu vida?
Mi adolescencia fue mágica y al mismo tiempo dolorosa; pareció como si los conflictos que habían ido creciendo conmigo hicieran explosión. Una ola de sexualidad lo cambió todo alrededor. Los límites de mi universo personal se volvieron confusos y agitados.Y no había nadie a quien hacerle preguntas, para entonces ya estaba muy claro que no podía revelarme como quien era.
Me enamoraba cada tres minutos, y tres segundos después me desenamoraba. Los hombres que me rodeaban resultaban decepcionantes; demasiado rudos, demasiado masculinos, demasiado parecidos a mí mismo. Soy ese tipo de bisexual al que las mujeres le parecen encantadoras, se puede acostar con ellas, pero no se enamora de ninguna; empero en esa época las mujeres me eran indiferentes. Y creo que para los muchachos de mi edad yo era demasiado agresivo, normalmente los espantaba con mis declaraciones de amor.
Entonces, una vez más, los libros vinieron a salvarme. Fue como si todos esos autores hubieran decidido desenmascararse para venir en mi rescate: Wilde, Lorca, Genet, Rimbaud y Verlaine, Gide, Proust, Puig… Y no solo la ficción que ellos escribían, sino también sus biografías. Siempre se trataba de hombres que amaban a otros hombres y por ello habían sido silenciados, perseguidos, burlados.Aprendí a leer entre líneas. Aprendí a extraer información de una frase que sugería, o de un silencio que se hacía demasiado obvio a mitad de página.
Más tarde aparecieron también varias autoras cuya literatura resulta francamente trans en algunos momentos: laYourcenar de los cuentos de Fuegos y las Memorias de Adriano, Mary Renault con su biografía novelada de Alejandro Magno, la Carson McCullers de La Balada del Café Triste…
Me convertí en un ratón de biblioteca, ya no me limitaba a lo que había en los anaqueles de mi padre o a los títulos que conseguía en las librerías. Recuerdo que durante un tiempo fue como si me becara en la Biblioteca Nacional. Investigaba todo el tiempo. Rastreaba autores que me dieran pistas sobre mí mismo. Una vez más, me buscaba en la literatura de los otros.
A los catorce enfermé de cáncer. Estuve ingresado en el Hospital Oncológico de La Habana por más de nueve meses, haciéndome pruebas y recibiendo tratamiento. Ese fue un tiempo terrible. Me habían puesto en una sala especial, mixta, la mítica Sala P. Por la noche los pacientes salíamos de las habitaciones para ver televisión en el vestíbulo y también para conversar. Poco a poco, todos se iban muriendo; cada noche faltaba alguien y los demás comentaban en susurros que era mentira que le hubieran dado el alta. Y lo peor es que era verdad. Creo que los médicos nunca tuvieron muy claro por qué sobreviví. Me pregunto si fue la literatura la que me sirvió de tabla de salvación.
Cuando salí del hospital yo era otra persona. Me había convertido en una especie de bestia salvaje. Estaba convencido de que no iba a durar mucho más y quería vivir intensamente. Me casé a los quince para dejar atrás la casa de mis padres y lanzarme al mundo; ya no soportaba que me siguieran cuidando como a una nena.
Era apenas un niño raro de quince años que todos los meses tenía la menstruación, pero yo me sentía como un hombre hecho y derecho, dispuesto a desafiar su destino. Mirado a la distancia, es un poco cómico y un poco triste al mismo tiempo.
Mi literatura también cambió en esa época, se hizo más intensa y terrenal. Empecé a mandar a concurso unos poemas bastante malos. No gané nada, claro está, pero no pensaba darme por vencido.
En la medida en que me alejaba del medio familiar para emprender de forma precoz el camino de la adultez, todo se volvía más difícil. La cotidianeidad exigía que maduraras sin demora. Mi generación aprendió muy rápidamente que si no llevabas una doble vida padecerías todo tipo de represalias, de modo que por una parte se hacían las tareas de la UJC y se acudía a aquellos estúpidos e interminables estudios políticos, y por la otra llevabas adelante tu verdadero yo, underground, allí donde no pudieran alcanzarte los ojos y la lengua de gente que se desquitaba de la miseria cotidiana cebándose en ti desde los CDR y el resto de las organizaciones de masas. Cualquiera que detentara un mínimo de poder era potencialmente peligroso y podía conseguir que te pusieran en alguna lista negra o te “ensuciaran” el expediente. Y con esos bueyes teníamos que arar.
A mí a veces me costaba morderme la lengua y no decir lo que pensaba, y en ocasiones eso me acarreó meterme en situaciones delirantes, como cuando me expulsaron de clases durante el preuniversitario —que hice en escuela nocturna— porque me puse a discutir con una profesora que pretendía que el personaje más “correcto” de La Ilíada era Héctor, y lo contraponía a Aquiles. Yo acababa de leerme los dos tomos de Paideia, los ideales de la cultura griega, y mi pobre profesora ni siquiera sabía que existía ese libro… Así que nos exaltamos, el niñito petulante que yo era la acusó de ignorante, ella me acusó de irrespetuoso en la dirección, y acabé de patitas en la calle.
No sé hasta qué punto pueda resultar contraproducente, pero debajo de cada escritor cuya obra leo busco al ser humano, y en Terriblemente iluminados creo encontrarlo especialmente en el poema “Hechizo para dos minutos antes de hacer el amor”, probablemente uno de los más apasionados de la poesía cubana y dedicado a un sujeto lírico fácilmente identificable (pistas como el nombre, las referencias a Siria y Cataluña, o el cronotopo Habana años setenta despejan cualquier asomo de duda: es un poema para Alberto Serret). ¿Podrías hablar de tu relación con el hombre que no sólo fue pasión amorosa, sino coautor en varios trabajos de esta etapa, como el cuaderno de cuentos Espacio abierto, y numerosos guiones de radio, televisión y cine, que realizó la portada de Terriblemente iluminados y fue tu compañero de trabajo cuando ambos se desempeñaban como asesores literarios del municipio Boyeros?
Alberto Serret ha sido la persona más importante de mi vida adulta. Lo sigue siendo. Antes de él yo había pasado por varias relaciones de pareja, pero nunca coincidí con alguien tan capaz de integrarse a mi mundo inusual en el que todo parecía estar de cabeza. Con él pude franquearme desde el primer momento.
Yo tenía 22 años y me forzaba a ser optimista, con un horrible trabajo de oficina, una carrera literaria que empezaba a despuntar y un amplio círculo de conocidos y amigos, jóvenes escritores como yo. Había dejado atrás varias relaciones fallidas —entre ellas el absurdo matrimonio de cuatro años gracias al cual logré desprenderme de la tutela de mis padres— y me encontraba embarcado en una segunda unión legal un poco más satisfactoria. Mi pareja estudiaba diseño, trabajaba en una imprenta, y en sus ratos libres se dedicaba a sacar adelante una obra plástica que en aquel momento parecía promisoria. Yo no estaba exactamente enamorado, pero tenerlo en mi vida significó un gran alivio; él era un bisexual extremadamente femenino, logró entender mis conflictos en materia de género y accedió a que yo usara su ropa. En contraste con otras personas que habían sido mi pareja hasta ese momento, compartíamos la pasión por la lectura y el arte. Era extremadamente celoso, pero se rendía ante mi necesidad de libertad, yo me dejaba querer, y todo indicaba que duraríamos juntos mucho tiempo. Entonces apareció Serret.
Recuerdo que me hablaron de Alberto antes de conocerlo, y que todos se sentían fascinados con su personalidad. Alguien —tal vez Reina María Rodríguez— me dijo que era un poeta extraordinario. Yo suelo aborrecer a la gente de la que se habla demasiado bien, así que de entrada me cayó mal.
Fui a tropezármelo por primera vez en una sala de hospital donde habían ingresado al poeta Paco Mir. Serret se encontraba allí, en el centro de un grupo de gente que lo escuchaba contar una historia de fantasmas, y en ese mismo instante me enamoré sin remedio, lo que supuso un verdadero problema para el hombre casado que yo era. Pero no había nada que hacer; Serret me pareció un tipo encantador: extrovertido, chispeante, culto, con un cuerpo precioso y una ambigüedad que me enganchó igual que un anzuelo a un pez. Ese fin de semanaescribí una carta muy loca y se la mandé a Isla de Pinos. Él la leyó, agarró un avión y vino a plantarse delante de mi oficina —yo trabajaba en el ICAIC— y me dio el sí.
Serret era gay, esto lo sabían todos sus amigos y la mayor parte de sus conocidos, de manera que nuestra relaciónresultó una rareza para los que ignoraban que yo era trans, que era prácticamente el resto del mundo.
La nuestra fue una unión entre hombres bastante peculiar, porque nos aprovechamos de que la gente pensaba que yo era mujer para saltarnos las barreras que nos habrían puesto de otro modo. Y compartimos todo, absolutamente todo: cama y mesa, vida personal y trabajo, amigos y relaciones íntimas. Todo. Fuimos amantes desaforados y hermanos y cómplices.
Serret le escribió varios poemas hermosos a mi cuerpo, cosa que en principio parece contradictoria, pero para él fue una forma de expresar que me amaba en un físico que normalmente no le hubiera interesado si yo hubiera sido una mujer.
Estuvimos juntos más de veinte años, hasta su muerte, y nos llevamos excepcionalmente bien, pese a que ambos teníamos un carácter fuerte. Nuestras únicas broncas grandes fueron por desacuerdos de trabajo cuando hacíamos literatura, teatro o guiones a cuatro manos.
Tuvimos una relación muy estrecha desde el primero hasta el último segundo, y siempre, en todo momento, nos guardamos una lealtad inquebrantable. Ni a él ni a mí nos interesaba la fidelidad, sino la lealtad, de modo que nunca hubo una mentira entre nosotros, ese fue el reto que nos impusimos, con la ventaja de que no tienes que mentir si compartes con alguien todos los aspectos de tu vida.
Varios referentes devienen leitmotiv para este poemario y me atrevería a decir que definen toda tu poesía de estos años. Vamos a intentar desglosarlos y que brevemente nos comentes lo que para ti significaron entonces.
Elementos de la cultura y mitología grecolatina (personajes homéricos, sirenas, centauros, etc.) Los orishas, especialmente Yemayá. Cuentos y tradiciones europeas, singularmente la historia del flautista de Hamelin. La música clásica, especialmente Bach, Vivaldi. El rock como música contestataria. Una fuerte carga erótica que no excluye la evocación de prácticas sexuales como la fellatio. La interacción con la obra de otros autores (glosa a un poema de Fina García Marruz, el texto “Contraversión del poema de un poeta contemporáneo”). Las descripciones plásticas que sugieren un autor con especial sensibilidad hacia el universo de las artes visuales, incluyendo el cine. Ciertas gotas de un humor suave, casi diría que tierno. Guiños a la ciencia ficción y especialmente a la posibilidad del viaje interestelar.
Haber nacido trans vuelve muy conflictiva tu labor de escritor. No soy fan de mis primeros poemarios; releyéndolos he llegado a ser consciente de hasta qué punto uno llega a traicionarse a sí mismo en ocasiones, doblegándose a aquello que se supone que deberías expresar y no a lo que en realidad sientes. Tal vez parte del mérito de los poemas de Terriblemente iluminados fue que en casi todos ellos logré volcar lo que formaba parte de mi universo en ese momento, influenciado por mi ideario personal, mis lecturas y mi contacto con el arte…
Ahí entraban los dioses grecolatinos de los que yo era tan creyente como de los orishas, los héroes de La Ilíada, que fue uno de mis libros de cabecera, la lectura de los excelentes títulos que se publicaron en la Colección Cocuyo y Biblioteca del Pueblo en aquella época, la ciencia ficción de Bradbury y Asimov y de los mil y un autores rusos cuyas obras se conseguían en las librerías de la Isla, autores de música clásica a los que estaba empezando a descubrir, el rock que había hecho mío con mucha furia porque durante un tiempo estuvo prohibido, el buen cine internacional al que felizmente tuvimos acceso —Kurosawa, Tarkovsky, Bergman, Coppola, Polanski, Wajda, Losey, entre otros—; a todo eso se agregaba el sano erotismo de un hombre trans muy joven influido por la cultura gay y el sentido del humor que heredé de mi padre.
Creo que mucha gente de mi generación se refugió en los libros y el arte como una forma de escapar a un presente opresivo y lleno de amenazas para cualquiera que no hiciera suyas una serie de consignas que nos sonaban a hueco. Yo no fui la excepción. Por otra parte, en mi caso había agravantes relacionados con mi verdadero género y mi sexualidad. Los cubanos somos extremadamente machistas, tú lo sabes. Para mí era cada vez más desgastante tener que lidiar con una realidad en la que me miraban desde arriba porque mi cuerpo era femenino. Y la verdad es que, con excepción de algunas de mis parejas, especialmente de Serret, nunca tuve la comprensión de nadie, ni siquiera de mis amigos gays, que no entendían por qué Serret estaba conmigo, ni por qué, si yo tenía todas las trazas de ser una mujer lesbiana, solo me interesaban los hombres, y los hombres gays, para más inri.
Sobreviví encerrándome en una burbuja cultural que afortunadamente podía compartir con Serret. Afuera quedaban los discursos políticos, la imposición de integrarse a un proceso social que cada vez se me hacía más ajeno, las murmuraciones, y las interrogantes que no podía satisfacer porque desconocía el nombre y el fundamento científico de lo que yo era.
Terriblemente iluminados, por su atrevimiento en el uso del lenguaje (ese llamar a las cosas por su nombre al que se hace referencia en la nota de contraportada) tiene que haber tenido un singular impacto. Como ya dijimos, obtienes con él mención en el Premio UNEAC en 1985, pero no se publica hasta 1988. Teniendo en cuenta que la industria editorial cubana vivía entonces sus mejores momentos (ese libro se comercializó a sesenta centavos, un precio absolutamente irrisorio en comparación con los actuales), resulta curioso que el poemario esperara tres años para ser editado. ¿Tuvo que ver en ello ese poco usual manejo del discurso erótico, ese atreverse a hablar hasta de la postrera paja? ¿Cómo fue acogida esa portada en la que se dibuja una fruta sobre un torso masculino desnudo?
Desconozco por qué Terriblemente iluminados se demoró tanto en salir. Probablemente a alguien le parecía inadecuado. Sé que hubo comentarios acerca de que mi poesía era “demasiado mística” y que tenía “desviaciones ideológicas”. Y hubo también funcionarios que esperaban poder llevarme a la cama, no lo consiguieron y no me loperdonaron.
Para mí nunca fue tan fácil publicar, ni en esa época ni después, aunque pueda parecer lo contrario. Para empezar, las aguas de la cultura nacional seguían siendo bastante turbias, bastante tormentosas, y yo no formaba parte de los grupitos de escritores jóvenes que cantaban las alabanzas del sistema por sobre todas las cosas, ni era el protegido de ninguna vaca sagrada, no me acostaba para conseguir favores, no era informante del Ministerio del Interior, y en general me mantenía apartado de la gente que tenía acceso al poder. Tampoco contaba con parientes o maestros que pudieran darme una mano dentro del ambiente literario.
Yo ponía cara de angelito y me portaba amigablemente con todo el mundo, pero era bastante excluyente. Muy pocos tenían acceso a mi espacio personal. Y la verdad es que se hablaba mucho de mí a mis espaldas, pero en general la gente no me enfrentaba, porque yo tampoco andaba por ahí buscando prebendas y no suponía una amenaza para las aspiraciones de nadie.
En cuanto a la portada del poemario, creo recordar que me presentaron alguna ilustración con la que no estuve de acuerdo, y sugerí que fuera Serret el que se ocupara de ello. Él estaba haciendo collage en esa época. Le dije: “Hazme algo bien gay para el libro, por favor”, y el resultado me pareció muy bueno. Por suerte, en la editorial lo aceptaron sin discusión.
Varios de tus poemas están dedicados a algún amigo, entre ellos autores tan significativos como Antonio Orlando Rodríguez, que coescribió guiones memorables en la historia de la televisión cubana, o Roberto Urías, el autor de un cuento tan manoseado por la crítica como “¿Por qué llora Leslie Caron?” ¿Qué nos puedes contar de ellos y en general de tus amigos de entonces?
Por entonces Serret y yo nos salíamos a menudo de nuestra burbuja para frecuentar a alguna gente, entre ellos autores jóvenes que, como nosotros, estaban decididos a apartarse del gastado discurso apologético de la mayoría, explorar nuevos temas y negarse a escribir lo que el mundo oficialista esperaba que escribiéramos. Era gente con la que podíamos quitarnos la máscara social, conversar de cuestiones que no tenían cabida en el estrecho marco de lo que estaba permitido, e intercambiar experiencias, y con la que además compartíamos intereses. Curiosamente, nuestra voluntad de despolitizar lo que escribíamos acabó otorgándole a nuestra narrativa un cierto carácter contestatario que no por sutil dejaba de serlo; en definitiva, vivíamos y tratábamos de publicar en un mundo donde la protesta abierta nos hubiera señalado y excluido, que fue lo que acabó pasando con Roberto Urías, a quien yo había conocido a través de Serret; Urías trabajaba en Casa de las Américas, tuvo problemas por expresarse con demasiada franqueza y al final perdió todo..
En el caso de Antonio Orlando Rodríguez, no solo compartimos amistad, sino también proyectos televisivos. Fue él quien nos instó a escribir para la Redacción Infantil-Juvenil del ICRT, y después de que Serret y yo entregamos una miniserie que tuvo bastante éxito —Del lado del corazón—, decidimos escribir entre cuatro —Serret, Daína Chaviano, Antonio Orlando y yo— otra que atrajo poderosamente la atención, para bien y para mal —estoy hablando de Hoy es siempre todavía—, porque obtuvo un importante premio nacional pero también nos acarreó los disparos de gente muy mediocre que trabajaba en la prensa, y nos citaron a una agitada y bastante ridícula reunión en la Unión de Periodistas, donde una serie de personajes grises se levantaron por turno a pedir nuestras cabezas. Al final no hubo represalias, las pequeñas hienas del mundo cultural se limitaron a hablar de inmoralidad y falta de decoro en el tratamiento de los personajes, seguimos escribiendo guiones, y fue por eso que Serret y yo pudimos más tarde llevar a la pantalla otra serie juvenil, Shiralad, basada en una novela mía que nunca se publicó, y que sentaría pauta dentro del quehacer televisivo nacional gracias, entre otras cosas, al talento del equipo de producción con el que trabajamos.
Terriblemente iluminados no fue el único libro por el que recibiste algún reconocimiento en los años ochenta, pues también te impusiste en certámenes de cuento y poesía muy valorados por entonces, como el 13 de Marzo y el David. ¿Eras un habitué, un cazador de concursos, o te dejabas llevar por las sugerencias de otros colegas o el propio Serret para presentar tus obras?
Nunca me dejo aconsejar, porque me gusta cometer mis propios errores y no los que sugieren otros; todas las decisiones, malas o buenas, que tomé alguna vez con mis libros han sido mías y solo mías.
Ya dije que publicar no era fácil para mí, así que hice lo que yo mismo le he aconsejado luego a mis talleristas: Si no tienes la seguridad de que alguna editorial va a sacar tu libro, mandar a concursos tiene múltiples ventajas. Si pierdes, no pasa nada; si ganas un premio o una mención, es bueno para tu currículo, posiblemente te publiquen, y en todo caso, ganes o no, te estás dando a leer a los que se supone que son escritores de cierta calidad, ya que fueron elegidos para conformar un jurado.
¿Qué lleva a que Serret y tú escriban el guion de la ópera rock Violente? ¿Por qué esa manera inusual de contar para alguien que había abordado casi todos los géneros, incluida la LIJ (Literatura Infantil y Juvenil)?
Una de las grandes ventajas de estar con alguien como Serret era poder discutir con él todos esos temas que nos apasionaban a los dos, leernos uno al otro, criticarnos, e incitarnos a la investigación y la exploración en materia de escritura, dentro de la que intentamos incursionar en varios géneros literarios, y que acabaría abarcando libretos para radio y TV, guiones de cine documental y de ficción, obras de teatro y diversos géneros periodísticos —Serret era polifacético, fue además un fotógrafo excelente, dejó una obra plástica pequeña pero extremadamente interesante que quedó en manos de algunos amigos en Cuba y Ecuador, y de haber tenido el tiempo y la oportunidad habría podido convertirse en un chef y repostero de alta cocina. A finales de los años ochenta estábamos metidos en tantos proyectos diferentes que optamos por dejar el trabajo de asesores literarios que ambos hacíamos para el Municipio de Rancho Boyeros. Fuimos de los primeros que se arriesgaron a ser freelance dentro del medio cultural.
Entonces, en algún momento entre 1986 y 1987, Edesio Alejandro nos invitó a colaborar con él en la que quería ser la primera ópera rock nacional. De esa invitación salió Violente, una obra de ciencia ficción con textos nuestros y música de Edesio y Mario Dali, que se estrenó en 1987 en el Teatro Nacional a sala llena y se repuso al año siguiente. Fue un proyecto interesante, innovador, del cual la crítica no dijo en su momento ni esta boca es mía, tal vez porque el rock, pese a todo, seguía estando mal visto.
En cuanto a la literatura infantil, no es un género que me guste especialmente, por más que tengo varios libros publicados y un Premio Juan Rulfo en esa categoría. Tal vez me dejé influir por la cercanía de Antonio Orlando Rodríguez y de Serret mismo, que cuando lo conocí ya escribía poemas y cuentos para niños, y en el 80 le habían dado el premio nacional La Edad de Oro por su poemario Jaula abierta.
Partiendo de que creo en la honestidad y lo que tiene de verdad tu discurso en consonancia con el estilo coloquial que caracterizó la poesía cubana de entonces (probablemente también la actual), me tocan especialmente las referencias que en algunos de tus poemas encuentro al aborto, la imposibilidad de dar vida a otro ser y que me remiten a textos de Anais Nin o Ena Lucía Portela. ¿Te atreverías a hablar del tema con la mayor sinceridad posible?
No es un tema que me afecte demasiado, sobre todo porque no tengo instinto maternal. Tal vez habría sido un buen padre para mis niños, pero ya no lo sabremos nunca. Lo fui quizás para los innumerables gatos y algún que otro perro que crie cuando vivía con Serret.
Hay un poema mío que habla de los hijos que debieron ser abortados por razones médicas,22 y creo que lo que lo motivó fue pararme a pensar en quiénes habrían sido de poder nacer, ¿poetas como yo?, ¿criaturas en las que me hubiera podido ver reflejado? Para un trans, que se siente siempre fuera de grupo, es una gran tentación la idea de crear tu propia familia, tu propio clan, uno del que no te sientas excluido.
Lamenté que esos hijos fueran concebidos involuntariamente, pero no he lamentado jamás no haberlos traído al mundo; la verdad es que nunca me imaginé a mí mismo dentro de un embarazo prolongado y mucho menos de un parto. El personaje de Margo de mi novela Triángulos mágicos lo dice tal y como yo lo habría expresado, ese rechazo a un fenómeno natural del que me siento tan ajeno. Y no creo que se pueda comparar mi experiencia al respecto con los de escritoras como la Nin o la Portela, porque mi psiquis no es femenina.
Por otra parte, sigo siendo defensor del derecho al aborto, que es uno de los caballos de batalla del feminismo más inteligente, y de cualquier persona lúcida que se preocupe por la superpoblación del planeta y de cómo este hecho contribuye a las hambrunas y las guerras.
En una pregunta anterior hablabas de tus conflictos por negarte a ceder ante posiciones oficialistas. En un país tan politizado como lo era por entonces (y lo sigue siendo) Cuba, en Terriblemente iluminados no podía faltar esa referencia. ¿Qué puedes decirnos al respecto como cierre de esta primera ronda de preguntas?
He dicho en algún momento que soy apolítico. Es falso. Desearía ser apolítico, pero ningún ser humano lo es; las opiniones de cada quien se traslucen a cada momento: cuanto dices, cuanto escribes, cuanto haces, definen una postura que inevitablemente obtiene adherencia o rechazo, simpatía o crítica, reflexiones o insultos. En todo caso, me disgusta hablar sobre política y me disgusta la política, venga de donde venga. Pero quiero hablar acerca del poema “Panfleto”, que aparece en Terriblemente iluminados, porque entre el joven y estúpido idealista que escribió esos versos y yo hay demasiados años de diferencia; viajes, lecturas, introspecciones y golpes existenciales de todo tipo.
No es posible referirse con simplicidad a un fenómeno social tan complejo como el que se ha estado desarrollando en la Isla durante estas últimas décadas, porque se corre el peligro de mentir o de irse a los extremos. Ningún sistema es justo, ninguno es perfecto; somos parte de una especie en evolución, la cual depende, entre otras cosas, de ir ajustando la realidad que compartimos, por eso tiene sentido luchar por cosas como la conservación del ecosistema o los derechos de las minorías… Empero, hay realidades sociales que llegan a ser extremadamente insanas, y en las que me niego a participar.
Crecí en una época de cambio vertiginoso, un momento en el que puede decirse que se abrió un abismo entre mi generación y la de mis padres; en tiempos así es muy fácil decantarse por lo nuevo y echar el resto por la borda, y cuando aparecen aspectos que te disgustan, te esfuerzas por adaptarte. Y adaptarse es una condición necesaria para la supervivencia, es uno de los recursos más válidos de nuestra especie, el problema es que también puede llegar a ser un arma de doble filo, especialmente si vives autocensurándote y encontrando normal situaciones malsanas, acatando muros que te limitan y normas que te mutilan psicológicamente… Es peor aún si la teoría en la que está sustentado un sistema es hermosa, porque entonces tratamos de convencernos de las virtudes del sistema y perdemos de vista los problemas que existen en la práctica, por más que es la práctica la que nos hace vivir mejor o peor, o acaba matándonos. Te la pasas disgustado con tu entorno, sintiendo que las cosas van muy mal, pero no eres capaz de asimilarlo con claridad hasta que no cambias de perspectiva o enfrentas una crisis aguda. Entonces es como si todas las piezas del rompecabezas cayeran en su sitio. Y no es agradable. Lo primero que te preguntas es cómo pudiste ser tan necio.
- Este freelance reproducirá textualmente las citas, aun cuando en ellas se adjudique a Chely Lima un género diferente al que este autor asume.
- Como consecuencia de los tratamientos médicos recibidos por Chely en la adolescencia para combatir el cáncer, existía una enorme posibilidad de que los fetos sufrieran serias anomalías y/o resultaran inviables.